Adentrándonos en las excursiones de invierno con niña

El plan era otro más ambicioso, que se frustró por falta de convencimiento y por el frío extremo que hace en los Alpes en esta época del año. Pero decidimos aprovechar que habíamos hecho ganas y que habíamos alquilado las raquetas de nieve y nos embarcamos  el domingo en nuestra aventurilla particular.
Fuimos hasta el Spitzingsee, al pie del Taubensteinbahn. El remonte estaba cerrado, pero parece que eso no amedranta a la gente, que se contaban por decenas, con sus esquís  y su equipamiento profesional, dispuestos a subir a pie lo que los esquiadores convencionales suben sentados. Nosotros no nos contábamos entre los esquiadores intrépidos, aunque, a ratos, nos hubiera gustado. Éramos de los intrépidos señores con raquetas de nieve y palos alquilados, y con una niña bien salada a las espaldas. Había pocos como nosotros, pero no éramos los únicos.
El plan era subir a la Schönfeldhütte, degustar algún plato típico de la gastronomía del Spitzingsee, y bajar con el estómago lleno y los pies calenticos. Como siempre, hubo alguna desviación con respecto al plan original, que solventamos con gracilidad.
La subida era bastante factible sobre el papel, aun con nieve y todo. En la práctica, nos vimos enfrentados a una pared tras otra. Vamos, que te pones y al final subes lo que sea, por muy vertical que se presente, pero me acordé de aquel artículo que leí hace tiempo, de gente que estudiaba los caminos trazados por la gente en la nieve y los comparaba con el camino que la organización competente había preparado, visible solo tras el deshielo. Según el artículo, a veces la gente que no ve el camino que debería estar siguiendo, lo optimiza al encontrarse con una hoja en blanco así. Esto puede tener sentido en parques o en trayectos en los que todo el mundo va a pie. En estas paredes acabábamos siguiendo sin querer el camino que habían escogido los esquiadores al bajar, así que tardamos un poco hasta que nos decidimos a buscar nuestro propio trayecto, serpenteando entre las marcas de esquís que bajaban y subían.
Al llegar a la Hütte, nos sorprendió que no saliera humo de la chimenea. Nos sorprendió luego un poco menos el que la Hütte estuviera cerrada, pero nos lo explicó todo un señor muy amable y muy mayor, que sube a la cabaña dos veces por semana y conoce al dueño, que justo en ese momento se había ido a Berlín a visitar a su hija. A veces no se echa tanto de menos España aquí.
Así que, ante la perspectiva de pasar otra hora más a -8° y a riesgo de ser odiados  por Hija, la despertamos, para que pudiera moverse y combatir el frío que, seguro, tenía. Estábamos en lo cierto, porque nada más espabilarse, dijo "Tengo frío… Pies!". Con gesto compungido e intentando distraerla a la vez que poníamos energías en no caernos por la pared vertical que antes habíamos subido, bajamos a toda prisa hacia el pueblo, con la motivación de la comida calentita que nos íbamos a meter entre pecho y espalda. Julia aguantó el frío y luego comió como la campeona que es. Nosotros devoramos también nuestros platos como si nos lo hubiéramos ganado. Volvimos poco antes de que la marabunta de esquiadores decidiera  regresar a Múnich, así que muy tranquilitos.
Una vez aquí, llevamos bien la semana, aguantamos para no ponernos malos y poder volver a salir al monte en cuanto Julia nos haya perdonado el mal rato y a nosotros se nos haya olvidado el frío que ha pasado la pobre.

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