Silleta del Padul desde el barranco de los Pinos (Otura)











 Como viene siendo tradición, hemos aprovechado la función babysitter que tienen los abuelos sin erosionar aún, por esto de la pandemia, y nos hemos marcado una rutilla desde la puerta de casa. ¡Un lujazo! Antonio miró la ruta y guiaba confiando en su sentido arácnido, lo que no impidió que nos encontráramos con algún que otro escollo, que subiéramos algún que otro río seco que, un poco más aguas arriba dejó de convencernos, y que la ruta nos saliera un poco más larga que lo que anticipábamos. Igualmente fue una experiencia volver un poco a salir a andar, como siempre que redescubres algo que llevaba tiempo abandonado.

Nos sorprendieron muchas cosas. En primer lugar, nuestra forma física. No la teníamos por una ruta especialmente exigente, así que nos lanzamos a la aventura sin mucho pensar, pero ahora, con el cuerpo dolorido en varios sitios a la vez, considero que sobreestimamos un poco nuestras capacidades. También nos llamó la atención la ausencia absoluta de gente. Vale que es verano y que acabamos de salir de una ola de calor histórica, pero la verdad es que saliendo pronto por la mañana y pasando las horas de calor dentro del bosque de pinos, se queda una temperatura la mar de agradable. Pero no nos encontramos a nadie en todo el camino, lo que me dio mucho que pensar.

Lo siguiente que me dejó con la boca abierta ya me había sorprendido la última vez que subí, pero sigue siendo alucinante la variedad de plantas que hay y lo mucho que cambian conforme vas adquiriendo altura. Por el barranco, todo son olivos, algunas viñas y manzanos. Todo cultivado. Vas subiendo y ya te encuentras con matojos que alguna vez fueron verdes y que ahora tienen tonalidades amarillas y anaranjadas. Las plantas aromáticas hacen que no parezca todo tan desértico, aunque no te puedes olvidar de que son terrenos que hace mucho que no ven el agua. Subes un poco más y las mismas plantas te dicen la escasez tan brutal de agua a la que se han tenido que acostumbrar: la mayoría son cactus o han desarrollado pinchos. Flores hay menos cuanto más arriba subes, pero cuando ves una, la recuerdas. Luego llegas al bosque de pinos, donde no crece nada más que la sombra, y ya se agradece. Y al salir de los pinos y volver a ver el sol inclemente, vuelven los matojos secos, los pinchos y los colores que parecen planificados, dejando ver esta vez el suelo arenoso entre arbusto y arbusto.

Geológicamente debe de ser también un sitio más que interesante, porque nos encontramos con piedras y suelos muy distintos, dependiendo de la vertiente que estuviéramos siguiendo. Me quedo con las ganas de volver, sabiendo un poco más sobre lo que el monte quiere enseñarme.

La Silleta no se dejó subir fácilmente. El camino natural viene desde Dílar, y, como salimos de Otura, tuvimos que convencer al monte de que éramos dignos de subirlo. El monte no nos lo puso fácil, nos dizo dar más de una vuelta en balde y nos consiguió desorientar hasta el punto de que pensábamos que por fin estábamos acometiendo la subida final, y fue solamente al girarnos para contemplar el paisaje cuando descubrimos que habíamos dejado la Silleta a nuestras espaldas. Después de esta última prueba, subimos el monte que habíamos ido a subir. La Silleta nos dejó contemplar la sierra y nos dejó encontrar sin mucho problema el camino de bajada. A la vuelta, tuvimos que pedir un coche escoba a la Ermita Nueva de Dílar, porque ya estábamos baldados. 

Un buen día.

Aquí unas fotillos.


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