Fan del transporte público



Soy una absoluta convencida del transporte público. Creo que es necesario un cambio de paradigma en cuanto a la movilidad y me he erigido en firme defensora del transporte público, con el doble objetivo de ser coherente con mis ideales y de intentar llevar a la gente que me rodea a plantearse un cambio de modelo. 

En el día a día, esto no presenta muchas dificultades ya. Es verdad que hay veces que no vemos otra salida que alquilar un coche, pero para la inmensa mayoría de los compromisos que tenemos actualmente, nos apañamos perfectamente con la bici o el transporte público. Es verdad que ayuda vivir en una ciudad con una red muy densa de autobuses, metro y cercanías, que hay trenes que conectan Múnich en todas las direcciones y que, si tenemos algo que hacer a 20km, el camino en bici suele ser parte integral del plan. Pero es algo a lo que nos hemos ido acostumbrando nosotros mismos.

Las vacaciones en España suelen ser ya motorizadas, porque para el desplazamiento de todos nosotros con nuestros aperos desde una familia a la otra no hemos encontrado otra solución. Pero cuando planeamos vacaciones en algún sitio que lo permita, nos adentramos en la ciudad en tren o nos informamos de cómo funciona el autobús. Suele ir bien, pero también es un potencial punto de conflicto. En Lisboa nos bajamos en una parada intermedia, volviendo de la playa y ya no pudimos salir del metro. Un señor que no parecía tener techo y que parecía vivir de ayudar un poco interesadamente a turistas despistados como nosotros, nos permitió pasar los tornos, a cambio de un par de leuros. En la selva bávara nos montamos en un autobús al acabar nuestra excursión y nos sorprendimos de que saliera un par de minutos antes de la hora estimada. Cuando nos dimos cuenta de que era otro autobús y de que iba en la dirección contraria, la única opción que encontramos fue bajarnos en la siguiente parada, dar pena a una señora para que nos llamara un taxi, y rezar por que el taxi nos llevara a la parada de tren a tiempo, y no nos tuviera que transportar hasta el hotel.

En las más recientes vacaciones en Regensburg también hemos tenido nuestros más y nuestros menos con el transporte público. Conseguimos hacer todo a pie o mirando los autobuses a las localidades cercanas. Por suerte, algún bloguero de viajes había escrito una lista de sitios que ir a ver en transporte público, indicando el autobús concreto, así que no fue mérito mío. Pero siempre hay desviaciones sobre el plan, y nos pilló una gorda. Quise ir a visitar un bosque que tiene una ruta para hacer con niños, con trozos de cuentos cada pocos pasos y con esculturas sobre el cuento que toca en cada sitio.  Según mis informaciones, salía un autobús desde la estación cada 10 minutos. Pues allá que nos vamos. Oh, vaya, en la parada de autobús no hay nada. Miro los carteles, miro en la web y creo entender que durante el fin de semana se hace la primera parte del trayecto en tren y se cambia luego al bus. Vale, voy a por tickets. Dos señores de información después, tenemos los tickets y estamos en el tren, que lleva al bus, que sale sin apenas dar tiempo a que dos niños y dos adultos, algunos con las piernas muy cortitas, cambien de un medio a otro. Miro en el móvil y en la parada, a ver cuándo pasa el bus de vuelta. 2h después. OK, todo bien, pues cogeremos ése, porque luego ya no hay más autobuses en todo el día. Además, va a llover, así que nos damos brío para haberlo visto todo en 2h.

Poco antes de que se cumpliera el plazo nos vemos no especialmente sorprendidos por la lluvia, aunque la furia y la fuerza con la que caía el agua sí que fue algo inesperado. Estuvimos esperando al bus en la no-parada desde 15 minutos antes de que tuviera que pasar, para asegurarnos de que lo cogíamos aunque pasara unos minutos antes.  Durante ese rato, los adultos hicimos alguna incursión en la densa lluvia para ver si encontrábamos una parada oficial, o un recodo donde esperar resguardados, pero desde donde pudiéramos ser visibles para el conductor y tuviéramos libertad de hacer aspavientos, por si no nos veía. Nada, solo conseguimos mojarnos una barbaridad. Unos minutos antes de la hora prevista, Antonio se inmoló y salió al lado de la carretera y al comienzo de la curva, para poder avistar al bus. Por fin, después de una espera que se sintió eterna, pasó el autobús. Antonio le gritó, le hizo gestos. Pasó el autobús. Yo salí de mi exiguo refugio con los niños, le gritamos, le hicimos gestos. Pasó el autobús. Unos ciclistas amigables que ya sabían que ese autobús era nuesta esperanza para volver a Regensburg, gritaron e hicieron gestos, para que el veloz autobusero no dejara a esa familia tan rara y tan mojada en el medio del bosque. Pasó el autobús. Cuando ya daba la curva y se perdía de vista, adivinamos un cambio en su, hasta entonces ininmutable, velocidad. Paró el autobús. Corrimos, corrimos mucho, y nos mojamos más aún y nos pusimos en peligro al cruzar la carretera con esa lluvia que no dejaba ver y por esa curva que limitaba aún más lo que podías intuir. Pero lo cogimos.

Una vez dentro, respiramos tranquilos en nuestros asientos y descubrimos a otros dos amables ciclistas que fueron los artífices de que el veloz autobusero fuera un poco más lento, y más lento, hasta que paró para recogernos en esa curva. Para devolverles el favor y porque me gusta pensar que yo también soy amable, al llegar a la parada de tren y bajar del autobús, decidí adelantarme yo y subir los cuatro tramos de escaleras hasta el andén para indicarles cuánto faltaba para que llegara el tren para Regensburg, mientras ellos esperaban a cubierto. Recordamos que seguía lloviendo perros y gatos y que íbamos con dos niños, un carro y ellos, con sus bicis. Voy subiendo, me doy prisa e intento llegar al cartel que dice cuándo pasa el próximo tren. Me cuesta llegar, con el trajín de gente que estaba a cubierto y que se empieza a levantar para coger el tren que está entrando en la estación. El tren! Miro el destino, a ver si lo veo mejor que el cartel. Menos mal que las letras del tren se van haciendo grandes conforme se va acercando. Casi alcanzo a leerlo. Sí, señor. Regensburg, el nuestro. Suerte que está todo coordinado al milímetro. 

Les grito a los otros desde arriba, les grito mucho, pero no sé si me oyen. Parece que sí, porque empiezan a moverse. El tren ya ha parado y yo hago eso que odio de bloquearlo, quedándome en la puerta abierta. Debería estar en la cárcel. Pero el conductor también estaba mirando a esas personas que corrían con sus bártulos bajo la lluvia y debió decidir que merecía la pena el minuto de retraso y que esas personas, que habían confiado su día al transporte público, llegaran a casa y pudieran cambiarse de ropa. Así que dejé de bloquear la puerta y sentirme como una delincuente y recibí con un abrazo a todos (a los ciclistas no, que la adversidad en el transporte público une, pero no tanto) y pasamos a buscar cuatro asientos que mojar en el tren.

Esta experiencia, por muy estresante que fuera, no me ha llevado más cerca de la idea de desterrar el transporte público y moverme en mi coche individual, ocupando el espacio público que merezco, tanto aparcada como en movimiento. Me ha hecho valorar el trabajo que hago adentrándome en el mundo del transporte público de cada ciudad que visito, me ha hecho darme cuenta de que es una fuente de confusión, pero que es algo bastante satisfactorio al final del día y me ha hecho ver que es algo que debería ser más accesible a todos, en términos de información. No voy a dejar de usarlo porque los horarios no estén claros o porque el autobús no pare siempre. Lo voy a seguir intentando y apuntaré y denunciaré cada cosa que sienta que pone trabas a que el grueso de la gente se mueva así. Porque, cuando funciona, es un lujazo.

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